—¡Otra!... ¡Otra, papá!
La voz de Pedro rompe el silencio. Emocionada, reclama mi atención y la confirmación de que también la he visto. La pide siempre, con cada estrella.
El niño está entusiasmado. Desde hace algunos minutos, el cielo ha perdido fuerza y cada poco una nueva estrella escapa de su control. Parece como si ese imán invisible que sujeta a las estrellas contra él hubiera desaparecido, dejándolas en libertad. Una libertad dudosa, puesto que la mayoría apenas logra llegar muy lejos.
—¿La has visto? —me dice Pedro, mirándome.
—Sí —le respondo yo.
Da igual que la viera o no. Al niño le da lo mismo que sea verdad o mentira y, en el fondo, prefiere que le mienta con tal de compartir su emoción conmigo.
Le he traído hasta aquí arriba para verlas. Lejos de las construcciones que ocupan toda la isla y cuyas luces alumbran la lejanía como si fuera un cielo invertido. Es imposible escapar de ellas por más que uno se aleje de donde están.