Pronto tuve que darme cuenta de que en realidad sabíamos muy poco. Una muchacha desorientada, presa del maltrato cotidiano de un depredador. Una mujer acaso demasiado libre. Una nadadora disciplinada. Una joven confundida dispuesta a probarlo todo. Una niña buena y dócil, ciega ante el peligro. Una mentirosa. Una estudiante ejemplar. Una inocente. Una amiguera. Una mujer llena de amor. Una descuidada. Alguien con pasado. Las estampas que producían sus relatos e, incluso, mi propia memoria, se multiplicaban exponencialmente, contradiciéndose sin rubor alguno. El resultado, sin embargo, era el mismo: treinta años de silencio