El sistema a cargo de culpar a la víctima, además, empieza a funcionar cuando las cosas todavía están frescas y, luego, no se detiene de ninguna manera a lo largo de los años. Es una maquinaria metódica y aplastante. Está ahí, funcionando a la perfección, entre los que susurran: si no la hubieran dejado ir a la Ciudad de México, si no hubiera tenido novio de tan chica, si hubiera sabido elegir mejor, si se hubiera esperado al matrimonio para tener relaciones sexuales, si hubiera tomado una mejor decisión, si no se hubiera equivocado. Y está también ahí, después, sin importar el número de años, entre los que apuntan que los padres pasaban mucho tiempo fuera de la casa, la madre trabajaba, el padre no le daba suficiente dinero, los novios la asediaban, las mujeres la querían. Está en las miradas turbias y las sonrisas fingidas. En la conmiseración. En los que se sienten a salvo y elaboran esa línea moral que divide el nosotros del ustedes. Está en la exigencia imperiosa, ineludible, apabullante de que se culpe a la víctima y de que te inculpes con ella. Está en la exigencia imperiosa, ineludible, apabullante, de exonerar al asesino a toda costa.
Uno no aprende a callar; uno es forzado a callarse.
A uno le callan la boca.