En ese instante, cantó un grillo en el fondo de un bolsillo y Jonas dio un brinco, con el teléfono pegado al oído, corrió a la calle sin mirar a las dos chicas sentadas en la banqueta, pasó detrás de la cristalera, fue a sentarse al borde de la acera de enfrente, se quitó la gorra –gesto de lo más anómalo–, echó la cabeza hacia atrás para que la luz de la farola le rociase la cara, luego lo vieron cerrar los ojos y mover los labios mientras se le formaban sombras en las sienes y en el hueco de las mejillas, y a nadie se le escapó que abría de vez en cuando los párpados y miraba a Paula tras la pared de vidrio, a Paula que le daba la espalda. Tenía ahora el aspecto de un ser atrapado en el amor, de un ser atrapado en el movimiento subrepticio del amor, y sin duda por eso se mantenían apartadas las dos chicas, jamás se les habría ocurrido acercarse más, intentar preguntarle, jamás, no era propio de ninguno de ellos, su vida sentimental transcurría al margen, apenas se hablaban de ella, extremando el descalabro romántico (Jonas) o el laconismo frontal (Kate), y explorando en esos registros una vena cómica en la que el amor era siempre exaltado y trágico, el sexo torpe, o puramente técnico, y en ese juego resultaban graciosos, y Paula frente a ellos se reía, amusgaba los ojos, fruncía la nariz y replicaba «¡hasta el límite!» cuando le preguntaban: ¿y tú te comes algo? Y finalmente los tres callaban el amor