La versión más influyente proviene de Kant, quien en el capítulo segundo de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres
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escribía que las cosas con un valor relativo tienen un precio y, por tanto, pueden ser reemplazadas por otras de valor equivalente, en cambio las personas, en cuanto seres racionales, no tienen un mero valor relativo, sino que valen por sí mismas, son fines en sí mismas, y, por lo tanto, tienen todas ellas el mismo valor intrínseco, incondicional, y, como tal, absoluto. En suma, las personas no tienen precio, sino que tienen dignidad, y no deben ser nunca utilizadas solo como un medio para la consecución de otros fines. Todos los seres humanos, con independencia de quiénes sean, de cuál sea su estatus social y de cuáles hayan sido sus acciones, deben ser tratados, según Kant, de manera que se reconozca y respete esa dignidad inherente, y ninguno debe ser sometido a un trato que la menoscabe. Por decirlo con un ejemplo contundente, Hitler tendría la misma dignidad humana que Gandhi; la misma exactamente que cualquier otro ser humano. A diferencia del honor, la dignidad no admite grados. Esta dignidad emana del hecho de que los seres humanos gozan de autonomía, lo que significa que guían libremente su conducta mediante normas morales universales de las que se dotan a sí mismos. La dignidad no depende, pues, del cumplimiento de la ley moral, sino del mero hecho de su existencia, es decir, de la posibilidad de elección moral, o, si se quiere, de la posesión de una voluntad universalmente legisladora que a su vez está sometida a esa legislación. La moralidad posee dignidad, dice Kant, y el ser humano la posee también en la medida de que es capaz de moralidad.