El sol había empezado a hablarme, no como si fuera un papagayo, sino pronunciando claramente, como el comandante de una nave espacial. La temperatura de mi fotosfera es de casi seis mil grados Kelvin, decía carcajeándose como un saltimbanqui y dando volteretas. Había descubierto en la tele que después de que consuma todo su hidrógeno, en varios miles de millones de años, se convertirá en una gigante roja y, luego, en una enana blanca