a él le ponía muy cachondo cuando hacía todo eso. No podía evitarlo.
De las dos horas que supuestamente pasaba escribiendo, al menos la cuarta parte del tiempo se la pasaba imaginando que ella se levantaba y le rogaba que le hiciera el amor allí mismo, encima del teclado. Cada vez que la maldecía, no era porque le cabrease, que también, sino porque sentirla tan cerca a cada rato le desconcentraba. Sin embargo, sabía que le afectaría igual aunque no estuviera delante.
Y ahora le invitaba a cenar.