Rebautizaba todo lo que frecuentaba, para subvertir el mundo y dar a entender que había otras formas de ver y nombrar las cosas, y que todo tenía que recibir un bautizo de fuego, para quedar limpio de hipocresías y ortodoxias, antes de incorporarlo a su órbita. Era una forma de reinventar el mundo a su imagen o a imagen de lo que quería que fuera el mundo: su forma de apoderarse de aquella ciudad fría, inhóspita, superficial y de cartón piedra, y bajarle un poco los humos para convertirla en un lugar más amable, más íntimo, más cómplice, más soleado y que le abriese un pasadizo secreto y en última instancia se le rindiera con una sonrisa: aspiraba, como Alí Babá, a encontrar el apodo justo para ella en el francés de su invención.