La idea de viajar a Sajalín, una remota y enorme isla en aguas del Pacífico, al norte de Japón, que albergaba en la época una colonia penitenciaria, y escribir «cien o doscientas páginas» sobre ella se le ocurrió a Chéjov a principios de la década de 1890. Pese a la oposición de su familia y su editor, él decía que de ese modo podría «saldar una deuda que he contraído con la medicina» y que le serviría de base para su tesis doctoral (que luego, una vez realizada, no sería aceptada). Pero al mismo tiempo estaba convencido de su profundo interés social: «A excepción de la Cayena en la actualidad y de lo que Australia era en el pasado, Sajalín es el único lugar donde se puede estudiar la colonización por parte de delincuentes». Al volver, escribiría: «Ahora sé muchas cosas, pero la impresión que me ha dejado el viaje es bastante penosa. Mientras estaba en Sajalín sólo sentía en mi interior un sabor amargo, como después de haber comido mantequilla rancia; ahora, en cambio, Sajalín se me aparece en el recuerdo como un verdadero infierno».
Consciente de que no podía competir con otros testimonios carcelarios, especialmente con las Memorias de la casa muerta de Dostoievski, que tanto admiraba, La isla de Sajalín es producto de una investigación más científica y ajena, y de una mirada severa pero no sesgada.
El libro, que la censura expurgó y que no se publicó íntegro hasta 1895, puede considerarse el primer reportaje sobre un presidio, realizado con criterios modernos de objetividad. Nunca dedicó Chéjov tanto esfuerzo y tiempo a una obra suya, hoy ejemplar en la historia de la literatura.