Me puse junto a su asiento y le dije: «Veo que la gente seguirá sin sentarse a tu lado». Miró lentamente hacia arriba y sonrió. «Mari mari ñaña», dijo. «Mari mari ñañay, ta kuify», le respondí. Me senté a su lado y nos abrazamos. Lloramos, nos ahogamos con el llanto. La gente nos miró aún más raro. Una señora nos gritó: «¡Lesbianas y terroristas!». Me sequé las lágrimas y le grité de vuelta: «¡Vieja racista!».