Piñen

hay madejas que no solo se enredan en el corazón, sino que amarran nuestras lenguas para siempre.

Es de esas personas que una respeta solo porque alguien que una quiere, la quiere. Aunque eso no significa que una deba hacerlo.

Creo que algo de su infancia fue depositada en esa motivación: un huérfano que luchó por tener un lugar de juego.

Lloraba porque algo en mí sabía que cuando mi madre me peinaba se desquitaba de la injusticia de ser ella.

Siempre me pareció extraño que entre mi madre y mi abuela hubiese tantas diferencias en el modo de pasar el cepillo. Tomar la cabeza, trenzar el cabello.

La cocina era su lugar de liberación. Siempre imaginé que mi mamá, en vez de llorar, cocinaba.

En su perfección, había detalles que parecían descuidos, pero nunca lo fueron. Era su modo de escapar, de gritar.

Al final, esa fue la única democracia radical de nuestra población. Una recuperación de las imágenes que nos eran arrebatadas por el bombardeo de la televisión nacional.

Acá no se perdonaba al que se las daba de cuico, si al final hacía lo mismo que todos: sobrevivir.

Ahora puedes dejar de imaginar. No hay cuerpos, porque ni siquiera nos pertenecen.