Si al cabo de ese verano los cuatro hubiéramos regresado a Japón para establecernos allí, todo habría sido diferente. Aunque fuera ilusorio, no podía quitarme de encima esa idea. Una dieta japonesa habría podido controlar la diabetes de Padre. La preocupación por las habladurías habría refrenado a Madre, que sólo habría tenido una breve aventura extramarital. Nuestros padres habrían podido ser un matrimonio de ancianos que mira una enorme y brillante pantalla de televisión en un suburbio de Tokio. Algo es seguro: si hubiéramos regresado entonces, ahora tendríamos una casa en Tokio.