De regreso a París
—¿Dónde diablos habrá visto usted que esos grandes dirigentes son tan privilegiados?, me pregunta el bueno de C. que vuelve de ahí completamente deslumbrado. He tratado mucho a K. que es tan amable y tan sencillo; me hizo visitar su piso que no he encontrado ni lujoso, ni ostentoso; su esposa, a quien me presentó, es encantadora y tan sencilla como él…
—¿Cuál de ellas?
—¿Cómo cuál? Su esposa…
—¡Ah, sí! La legítima… Usted no sabe que tiene tres. Y dos pisos más, sin contar las facilidades de veraneo. Y tres coches de los que sólo ha visto el más modesto, el que sirve para la vida de cada día…
—¡No puede ser!
—No sólo puede: es.
—¿Pero cómo el Partido puede tolerar eso? ¿Cómo Stalin…?
—No sea tan ingenuo. Los hombres a los que teme Stalin son los puros, los flacos