El cielo de la selva

Ese era tu sueño, morirte sirenita, con los dientes feos por el consumo, pero intacta en la belleza de la juventud, y que si alguien te encontraba tirada por el puente dijera qué bonita muerta ha aparecido hoy en la mañana, y si alguien te encontraba con la cabeza hecha pedazos en la selva se dijera qué sirenita tan chula ha aparecido flotando en el mar verd

por recordar aun muertas la agonía que significaba estar viva, porque te habían dado aquella hoja que sabía a mierda pero era igual de potente que la muerte blanca de los polvos.

Antes de volver a la hacienda, Ifigenia se asomó un segundo sobre el cadáver para ver aquel desamparo de la belleza de la vida, pero solo pudo vislumbrar que los ojos de la niña demasiado alta permanecían abiertos y que pestañeaban, más allá de la muerte, casi llorosos de soledad.

en la hacienda la juventud se medía por la capacidad de traer crías al mundo

El precio de su libertad tenía la forma de la ausencia de Lázaro

El mundo es una tumba abierta en la que me hundo.

Era bueno poder llamarla de alguna manera luego de haber incluso renunciado, en mi huida hacia la selva, a los nombres de todos a los que alguna vez amé.

Pero cómo se puede respirar la desgracia para intentar anticiparla, para correr más rápido que ella. No se puede.

Pero los viejos si no están chungos son como los elefantes, lentos y pacientes. Masticamos los recuerdos y así nos mantenemos vivos.

Porque la vejez es el tiempo en el que nos cobran las deudas.

Y sin deudas me voy a ir de esta vida, carajo.