Recordó de momento que lo único que le gustaba de estar preñada era el hecho de que Lázaro nunca se marchaba de su lado. Nada más le apetecía de toda aquella circunstancia: ni que le pesaran los pies y el cuerpo todo el tiempo, ni aguantar el dolor de los pujos, ni que al final las mandíbulas de la selva se llevaran lo que por derecho era suyo, sangre de su sangre, carne de su carne, olor de su olor.