El cielo de la selva

Lo ibas a guardar, pero Copita dijo que antes lo leyeras, y como ninguna de las dos era rápida con las letras decidieron hacerlo a coro, las cabezas y los ojos juntos, mientras las sílabas saltaban frente a ambas y las palabras se armaban por sonidos.

A la selva hay que darle de comer para que se esté tranquila —

Si existiera un mundo de putas, pues entonces tal vez sería un mejor mundo, y eso a nadie le conviene. Ni a los narcos, ni a los militares, ni a las viejas roñosas que se persignan, ni a los morbosos que se levantan cada mañana a contemplar cadáveres, ni a los policías sin respuestas.

y miraste los talones sucios de quien no fue tu amiga tal vez, pero que era igual que tú, una hermana de la calle.

En eso se había convertido aquel trozo de la selva tan cercano al barrio: en un depositario de cadáveres. Era rara la semana en que no apareciese un cuerpo en aquel borde de pocos kilómetros que dividía la selva y la carretera

A los muertitos se les reverencia, se les perdona o se les borra. No más. Y si es posible, las tres cosas a la vez

Ayer en la noche, bajo la sombra de esos mismos árboles, puñalearon a Copita y nadie vio ni supo nada porque acá matan a las mujeres como si fueran mala yerba. La mala yerba no le importa a nadie y las mujeres tampoco

La pobreza here-dada de generación en generación, más tenaz que la muerte, porque era vivir como muertos en vida, sin esperanza de un antes o un después. Cuando había pan era del hijo. Si había arroz era del hijo. Para la madre nada. Las madres nada merecen tener y ella se había cansado de eso, del hijo y de su peso, de su pobreza heredada, de ser mujer y del derecho al hambre que no le permitían sentir.

Los cuartos de los niños eran ataúdes en pausa.

no iba a doler si uno era bueno, siempre lo ha dicho.