Ni siquiera recuerdas bien cuándo desapareció. Un día como otro cualquiera, supones. La selva no tenía hambre, la selva no la necesitaba, pero igual se la llevó porque quiso, porque podía, porque entendiste, por primera vez, que para la selva no existía familia sino peones en un tablero de juego donde se disputaba su hambre. Y fue la rabia. Tu rabia. Jamás habías pensado detestar de esa manera a aquella abuela selva que hasta entonces te había parecido caprichosa y muchas veces inescrutable, pero no más que eso.