Aquí la verdadera oposición se encuentra entre el orden público simbólico –el gran Otro lacaniano, el orden de la apariencia– y el dominio privado, donde el Otro no ve (o incluso no se preocupa) de lo que sucede. La potencialidad que ya cuenta como realidad es, así, la potencialidad del orden simbólico, del orden de la «apariencia pública», en la que si algo parece una obscena blasfemia o un acto pecaminoso ya es ese acto, independientemente de los hechos. Y, quizá, esto nos lleva a la diferencia final entre el Occidente moderno y secular y el islam: el islam todavía confía por completo en la autoridad del gran Otro (la autoridad simbólica que sostiene un modo de vida), mientras que Occidente cada vez más asume la grieta, la inconsistencia, la impotencia, etc., del gran Otro no solo en la ética, sino también en la política. ¿No está basada la democracia occidental en la perspectiva de que «el trono está vacío», de que no hay ninguna autoridad «natural» o completamente legítima?