Este verano, vi por primera vez una película clasificada X en la televisión, por el Canal +. Mi televisor no tiene descodificador, las imágenes en la pantalla son borrosas, y en vez de diálogos se oía una banda sonora extraña, chisporroteos, clapoteos, una especie de lenguaje diferente, suave e ininterrumpido. Se distinguió una silueta de mujer en corsé y medias, y a un hombre. La historia era incomprensible y no se podía anticipar nada, ni los gestos ni los actos. El hombre se acercó a la mujer. Hubo un primer plano, apareció el sexo de la mujer, perfectamente visible en el centelleo de la pantalla, luego el sexo del hombre, en erección, que se presenta en el de la mujer. Durante un largo tiempo se fue mostrando el vaivén de los dos sexos desde varios ángulos. La polla de nuevo, entre los dedos del hombre, y el esperma se derramó sobre el vientre de la mujer. Sin duda, una acaba por acostumbrarse a ver estas cosas, pero la primera vez resulta profundamente trastornadora. Han pasado siglos y más siglos, centenares de generaciones, y tan solo ahora se puede contemplar algo así, un sexo de mujer y un sexo de hombre que se unen, el esperma; lo que no se podía contemplar casi sin morir se ha convertido en algo tan fácil de ver como un apretón de manos.
Me ha parecido que la escritura debería tender a eso, a esta impresión que provoca la escena del acto sexual, a esta angustia y este estupor, a una suspensión del juicio moral.