Las Investigaciones de un perro carecen de esa tristeza y oscuridad tan distintivas de la obra de Kafka. La narración es, más bien, el documento de una crisis personal y artística. En la primavera de 1922, Kafka le cuenta a su amigo Robert Klopstock en una carta que para “salvarse de lo que se conoce como nervios” había vuelto a escribir. Unos meses después, tuvo que dejar de trabajar debido al estado de su salud. La actividad artística, uno de los temas de más peso en su obra, se instaló en su vida con una doble urgencia existencial: tenía el tiempo que siempre quiso para dedicarse a la escritura y, al mismo tiempo, la conciencia –y quizá la certeza— de que no viviría mucho tiempo más. En las Investigaciones, Kafka canaliza esa experiencia en una narración que explora la condición “burguesa” del trabajo y su antinomia, la artística.
Múltiples son las lecturas que se han hecho de este relato en clave de parábola e, incluso, de fábula, entre otras. Pero una de ellas merece nuestra atención. La idea central que subyace a la construcción de la historia es sencilla: en el texto, los perros y, sobre todo, el perro investigador-narrador no conocen la existencia de los humanos. Si uno corrige este punto ciego en su percepción e interpretación de la realidad, los “enigmas de la existencia” que tanto atormentan al narrador se podrían decodificar fácilmente: los misteriosos «perros músicos” no son más que animales entrenados de un circo; los inentendibles “perros del aire” son perros toy que sus dueños llevan en brazos; el perro “cazador” es simplemente un perro amaestrado para la caza; el alimento, cuya fuente el narrador investiga con tanto ahínco, es simplemente arrojado a los perros por los humanos.
La obra podría resumirse con esta simple analogía: perros-humanos = humanos-X. Sin embargo, en Kafka, X no puede ser simplemente equiparado con “Dios”. Más bien, X sigue siendo una entidad desconocida que trasciende nuestro potencial cognitivo.