—¿Y dónde estará Muthoni? —preguntó Miriamu un poco desconcertada. Era una mujer amante de la armonía y le disgustaba que se produjeran tensiones innecesarias en el hogar. A sus hijos siempre les inculcaba lo mismo: «Obedeced a vuestro padre». No lo decía con dureza ni con amargura. Era una expresión de fe, de reconocimiento, de una forma de vida. «Vuestro padre dice esto…» y esperaba de sus hijos que lo hicieran, sin aspavientos, sin resentimiento. Había aprendido el valor de la sumisión cristiana y pensaba que todo creyente compartía la misma actitud hacia la vida. No era que cuestionase la vida. Esta le había dado un hombre y, ella, a su manera, lo amaba y cuidaba de él. Su fe y su creencia en Dios estaban ligadas a su temor a Joshua. Pero eso era la religión y esa la forma en que estaban ordenadas las cosas. Con todo, todavía podía advertirse en sus ojos que esta era una religión aprendida y aceptada; que en el interior dormitaba la auténtica mujer kikuyu.