El derecho a olvidar y a ser olvidado nace del rechazo de un régimen en el que impera la tiranía de la memoria y acaba olvidando el olvido. Hasta hace poco manteníamos un cuidado extremo de la memoria porque los procedimientos para preservarla eran frágiles e incapaces de protegerla plenamente. Pero, en la actualidad, los ordenadores e internet nos proporcionan una inmensa capacidad de almacenamiento de datos que, además, pueden ser procesados a la velocidad del rayo. Nos acercamos a la utopía del archivo total y universal en el que los documentos no tienen materialidad, no son objetuales, sino información pura y, por lo tanto, replicable a conveniencia —lo que garantiza su circulación, accesibilidad e indestructibilidad—. Así pues, en la era digital, el exceso de memoria se convierte en un superpoder colectivo y, como todo superpoder, comporta una superresponsabilidad: la de no incurrir en el abuso ni en la instrumentalización con fines reprobables. Por desgracia, ya nos hemos familiarizado con los riesgos y hemos sufrido los efectos nocivos del big data (¡la memoria invasiva!).