entonces la oyó. Inconfundible como un trueno en el fondo de los oídos. La voz de Dios Nuestro Señor, que le decía, «Huye de mí, maldita». El clamor horrible salía de entre las ancas de la montura, «Entra en el fuego del infierno, que lo han preparado el demonio y sus ministros. Adéntrate en las tinieblas con la serpiente que no descansa». Y, mientras subían montañas de estiércol y de fuego y bajaban a valles de brasas donde el viento bramaba y los árboles rechinaban cargados de urracas y cuervos, la voz incesante la fustigaba, «Yo te cincelé y tú te hiciste sierva de otro», tan ensordecedora que la mujer era incapaz de separar las palabras, «Aléjate de mí, endemoniada, que yo te di oídos y tú escuchaste a otro». Margarida, aterrorizada, miraba al culo del caballo y negaba con la cabeza, «Te di boca y confabulaste con otro», tropezaba, pero el estrépito continuaba, «Te di ojos y miraste las tinieblas».