Podemos presumir de ser sus maestros en mecánica, sus maestros de lo artificial en todas sus horribles variantes; pero en el conocimiento de la naturaleza, en la percepción del goce y de la belleza de la tierra, nos exceden como los antiguos griegos. Quizás no sea hasta que nuestro agresivo industrialismo ciego haya arruinado y esterilizado su paraíso —sustituyendo su belleza por lo utilitario, lo vulgar y lo espantoso— que empecemos a comprender, con asombro y remordimiento, el encanto de lo que hemos destruido.