El asesinato de los jóvenes de Ayotzinapa es uno de los eventos más crueles que hemos sufrido, consecuencia de una década de violencia del narcotráfico, que ha generado decenas de miles de víctimas. No fue un crimen político: fue la consecuencia de la corrupción, la violencia y la impunidad con que actúan las fuerzas del crimen organizado y de su complicidad con autoridades municipales y estatales. Alegar que “el Estado” fue el responsable de esos crímenes injustificables es una forma de asumirse como cómplice de los criminales, otorgarles una coartada para quedar impunes y alejar, cada día más, la posibilidad de hacer justicia. Una justicia que esos jóvenes sacrificados por el crimen merecen y que no se les puede negar.