La información

La oficina de Anita Verulam ocupaba dos habitaciones en un sótano y parecía, como de costumbre, un templo al que la clase media –y Oriente Medio– rendía gratitud y alabanza.

Steve Cousins, en su Cosworth, también tenía un par de cosas en la cabeza. Pero él era mucho más práctico. Scozz iba a averiguarlo; iba a saberlo de un modo u otro. Y lo iba a hacer aquel mismo día: inmediatamente. Primero tenía que recoger a Trece.

Estaba muy claro para todo el mundo que Gwyn y Demeter Barry eran la pareja perfecta.

Pero no voy a entrar. No voy a entrar ahí, todavía no. De ninguna manera.

La plomiza mansión de Gwyn en la inocente mañana; la casa de Debi al amanecer. Y nuestra vigilia, y otra aún más extraordinaria, a su modo. La de Steve Cousins: Chico Barnardo.

Tenía, sin embargo, conciencia de que sus problemas eran estúpida y abstrusa y entera y esencialmente literarios, y de que nada podía paliarlos salvo lectores o venganza.

Era impotente con ella una noche de cada dos y, los fines de semana, por la mañana también, cuando aquellos hijos suyos le daban la mínima oportunidad.

Gina era su obsesión sexual. Y se había casado con ella.

Había una tercera opción, pensó Richard. Le podía echar dos polvos todas las noches y no aguantar más gilipolleces. Y seguir sin dinero. Pues claro: hazlo.

–No puedo dejar las novelas.

–¿Por qué no?

Porque... porque entonces se quedaría con la experiencia, con la experiencia inmediata, intraducible. Porque entonces se quedaría solo con la vida.

–Porque entonces solo tendría esto.