En Los Restos todos los lugares seguros están enrarecidos. La ciudad, la familia, los proyectos, guardan una lógica que nadie entiende bien como se anuda ni como seguirla. Los personajes parecen entender algo de todo lo raro que los rodea, y ponen alguna resistencia, algún plan, pero más se dejan penetrar por el mundo en el que viven. La existencia se convirtió en un rompecabezas imposible de volver a armar y los lugares vacíos se completan con cosas inesperadas. El horror al vacío es la regla de oro, y a la vez todos asumen y aportan a ese relleno de la forma más vaga, como vaciados de horror. Keizman no sólo escribió una novela deslumbrante sino una advertencia singular y extremadamente sensible sobre las posibles derivas de la proliferación y el agotamiento de todo lo que conocemos.