Traducir y escribir son ejercicios que exigen plenitud intelectual y, como tales, deben desplegar la paciencia, la claridad, la mesura del decoro, la discreción de la prudencia y, sobre todo, el amor por cada letra que es germen de la palabra. Pero, al traducir, amor denota luchar sin claudicaciones en medio de una jungla verbal con la convicción de que siempre quedará un espacio intraducible entre las dos lenguas y también significa saber -ansias insaciables de saber-, un saber vigorosamente ambicioso sobre la lengua que nos identifica para darnos con más respeto a los demás, ya que cada voz nos expresa y los expresa. Los ojos ajenos y los nuestros tienen sed de deslumbrarse ante los textos traducidos, de penetrarlos, de ser palabras en las palabras de los otros y hasta de ser pensados por las palabras de los otros. Por eso, cada línea de escritura debe ser camino de belleza, un indiscutible hecho de arte.