Me duele la cabeza, tengo sueño todo el día, estoy anémico perdido, como se me ocurra levantarme de golpe de la mesa seguro que me da el vértigo y me caigo redondo.
Solo puedo escribir de noche. Y bien sé lo que eso significa. El aceite se quemó por completo y por la noche, con la guardia baja, la mecha arde…
Así era mi vida.
Por la mañana te despiertas en una pequeña habitación blanca. El aire está helado: el calor se ha escapado por la ventana, acristalada sin enmasillar. Pero el sol brilla. En la pequeña estufa de hierro arden los leños de álamo, pronto el ambiente se vuelve acogedor, cálido; huele a resina.
Es el mejor momento del día.
Te levantas y recibes un manojo de telegramas, todos van de lo mismo: el desmoronamiento que reclama la retirada inmediata a la vez que la impide.