aparición de la figura del Estado criminal presupone que la persona del Estado queda distribuida entre dos actuantes distintos que realizan actos de naturaleza igualmente diversa. O sea, por un lado, el Estado en tanto persona jurídica dotada de una visibilidad pública. Sus actos son el resultado de decisiones legítimas (apoyadas en el derecho) y transparentes: deben ser objeto de justificaciones públicas. Y por el otro, el Estado en tanto fuerza bruta, actuando en secreto, según su propia ley, ajena a la moral ordinaria, con motivos que dependen de la razón de Estado. Los actos inspirados por la razón de Estado pueden ser objeto de una justificación, más o menos del orden de la legítima defensa, pero no de una justificación moral. La violencia inherente a esas acciones no puede justificarse más que de modo retrospectivo y de manera consecuencialista. Sin esos actos, la supervivencia del Estado habría quedado en peligro. Y para hacerlas públicas, las justificaciones deben basarse en una equivalencia entre defensa del Estado y protección del bien común que, sobre todo en las épocas y en las regiones del mundo en que el poder cambió brutalmente de manos, parece, a menudo, de lo más discutible.
Esto tiene que ver con la nota anterior sobre el engrosamiento de las leyes y la supresión de las mismas. Lo que cambiaría en los grupos que se encuentran fuera del Estado es la acción pública.