Me parece que Rimbaud, cuya relectura es definitivamente importante, ya había entrevisto esta tríada del amor, la política y el arte-ciencia, donde se juega el devenir de una filiación distinta. Una filiación que no sería el retorno a la ley antigua y que, de este modo, evitaría el cuerpo sacrificado.
Rimbaud anticipó el cuerpo pervertido, lo practicó, lo denominó el “desarreglo de todos los sentidos”.11 Practicó el cuerpo sacrificado que llamó “la raza” o “Cristo”, cuando escribió: “Soy de la raza que cantaba en el suplicio”.12 Y, después, se resignó al cuerpo merecedor, abandonó quimera y poesía para convertirse en comerciante, en traficante, para llevarle dinero a su madre: “Yo, yo, que me declaré mago o ángel, exento de toda moral, he vuelto al suelo, con un deber que buscar y la rugosa realidad por abrazar”.13 La historia fulminante de Rimbaud es el recorrido a toda velocidad de la historia moderna del hijo. Es él quien pudo decir, en términos modernos y en un nuevo sentido: “Padre, padre, ¿por qué me has abandonado?”. Sabemos que, en el Evangelio, este es el momento en que, en la víspera del suplicio, la muerte y, finalmente, la Ascensión, viene la prueba del desamparo. Y este desamparo abandonado es la cruz contemporánea de los hijos.