Ya nos ocupamos nosotras, Su Alteza Imperial —susurra una mujer, mientras ella y otras cuantas (vestidas con menos fastuosidad que el resto, incluida yo) se disponen a recoger hasta la última de las perlas. Me llevo una mano al cuello y descubro que, además del Pájaro de Fuego y del hilo donde iban ensartadas las perlas, que ahora cuelga roto, llevo una especie de gargantilla muy pesada.
«¿Su Alteza Imperial?»
—Padre, si yo tuviera unas perlas así de bonitas