Cuando has vivido toda una vida bajo el dogma de que no habrá nadie, nunca, y resulta que alguien aparece, el miedo a estar solo se vuelve aún más terrible. Al depositar en otra persona la posibilidad de devolverte a esa soledad con la que has convivido como una odiosa compañera de juegos, dejas de ser el dueño de tu cómoda tristeza.