El monte es un lugar de encuentros. Es también un lugar de insomnios. En la noche, vigilo. Viene un enamorado con su muchacha. Viene un niño a esperar escondido el amanecer. Viene un hombre a saciar su amor entre las plantas. Vienen las ancianas a encontrar un duende. Si alguien viene, lo espero y me escondo. Si alguien mata a un animal, yo lo mato. Este soy, un arbusto sin raíz, un hueco. Soy una espina al tacto. A veces, el canto de un pájaro. Me escondo. Si me llaman, aparezco:
–¿Dijiste mi nombre? –pregunto.
Los pájaros se callan y me escuchan. El que dijo mi nombre me ve y tiembla.
Cuando aparezco, soy un cuerpo colgando de un árbol. Soy un zorro o incluso una grieta. Una rosa o un hombre flaco, con los ojos cristalinos, sombrero de paja y un bastón.
–Soy Pombero –digo así.
Y el que me mira, por más que yo sea una rosa, se muere de miedo.
–Soy el hijo de la luna con el sol. Un agujero en este mundo.
La persona que llamó se cae al suelo. Yo me ensaño más porque, cuando cae, lastima las hojas.
–¡Ay! –soy una hoja pequeña de hierba gritando, porque el cuerpo de un hombre me aplastó.
Levanto el cuerpo del otro en el aire. Siento ese rocío frágil.
–Te comeré. Te comeré.