El silencio es a veces una bocanada de aire cálido que se ciñe al cuerpo con la dulzura de la muerte. Suave, pero ineludiblemente, comienza a oprimir el vientre, el pecho, la garganta. Se alimenta del sudor que brota de los poros, de cada contracción muscular, de los latidos nerviosos. Así va creciendo hasta transformarse en una niebla que envuelve los muebles, los seres vivos, toda la habitación. Poco a poco se acumulan el tiempo y la incertidumbre en un recinto, hasta que un tenue sonido, la más breve palabra, hacen estallar la frágil cortina de quietud.