Era imposible expresarlo con palabras, pero él le tenía respeto al mar: se quitaba el sombrero ante él. El océano era una persona extraña con toda clase de ideas extrañas, incluso peores que las suyas cuando se emborrachaba. Los marineros navegan por el mar, y éste dice: de acuerdo, pero sin avasallar. Con calma; vosotros a lo vuestro y yo a lo mío. Una vez Bjorgstrom estuvo en un transatlántico estadounidense de pasajeros que viajaba entre Nueva York y La Habana, aunque dimitió después de la primera travesía a pesar de lo mucho que necesitaba el trabajo. Aquellas personas frívolas, con sus cócteles y sus bailes a la luz de la luna, no tenían ningún respeto por el mar. Creían que Dios lo había creado para que ellos disfrutaran, mientras que todo marinero sensato sabía que lo había hecho para transportar mercancías con facilidad de un continente a otro. Como resultado, el mar se enfadaba y de vez en cuando les recordaba lo arrogantes que eran quemándolos con un incendio a bordo, congelándolos con un viento del noroeste o partiéndoles la cabeza contra olas de mil metros de altura.