Tenías razón, abuela, los árboles
no hablan en latín, estos desconocidos
no hacen caso si los llamo
por su nombre taxonómico.
Tú, que tienes tierra entre las uñas
y has estado toda la tarde en tu jardín,
conoces el otro nombre de los árboles,
el nombre que es un bálsamo,
un tronco del cual amarrar
al perro negro del susto.
Ahora sé que cuando hundes
las manos en las macetas o arrancas
la hierba que crece entre los adoquines,
dices ese otro nombre de los árboles
y ellos entonces te escuchan, como al aire,
y desentierran para ti sus secretos.
Cada que despierto en esta ciudad,
desde un quinto piso puedo ver
las copas entrecanas de los ahuehuetes
que se mecen en los bordes de la laguna.
Todavía no entiendo del todo
lo que dicen pero sé
que me están llamando por mi nombre,
ese nombre secreto con el que me bautizaste
a las orillas de aquel arroyo y que no puede
confundirse con el de mis primos.