uno de sus representantes expía su culpa actualmente en un campo de concentración—que no se imaginaba solamente que sin la afluencia de judíos orientales todo habría ido como la seda o, en el peor de los casos, como el percal alemán, sino que incluso azuzaba al esbirro contra el extranjero desamparado, como se azuza a los perros contra los vagabundos. Pero cuando el esbirro llegó al poder y el señor de la casa ocupó «la mansión señorial», cuando los perros encadenados se desprendieron de sus ataduras, el judío alemán se percató de que se encontraba más desprotegido y más sin patria de lo que estaba hacía algunos años su primo de Łódź. Había caído en la arrogancia. Había perdido al Dios de sus padres y ganado al ídolo del patriotismo civilizador. Pero Dios no se había olvidado de él. Y lo envió a la emigración: pena apropiada para los judíos... y para los demás. Para que no olviden que nada en este mundo es permanente, y la patria tampoco; y que nuestra vida es efímera, más efímera aún que la de