Pero el caso es que parecemos condenados a vivir con la muerte. No solo en el sentido de que hemos de convivir con las muertes que incesantemente se producen alrededor de nosotros, sino también en el de que la vida es también un incesante sobreponerse a tanta muerte. Cómo evitar el pensamiento, cuando uno contempla una de esas fotos antiguas de la propia ciudad en la que uno reside, con sus avenidas llenas de gente, de que, con absoluta seguridad, no queda viva ninguna de las personas que allí aparecen. Pero, a pesar de ello, la ciudad permanece. Incluso ha cambiado porque quienes llegaron después no solo se hicieron cargo de la herencia recibida, sino que en algún caso se aplicaron a enriquecerla.