¿Quiénes somos en cada uno de los lugares por los que transitamos a lo largo de nuestras vidas? El narrador percibe la transformación que le ha producido vivir en París, Berlín o Nueva York, hasta el punto de pensar como se piensa en esas ciudades, estar triste como se está triste en ellas, caminar como se camina en ellas y estar colmado de sus imágenes, de sus olores, de sus flujos. Esa sensación es la que impulsa la escritura de este libro, que apareció por primera vez en 1992, y que está dotado de un ritmo probablemente anacrónico respecto a las urgencias tecnificadas del presente, algo que lo hace sumamente atractivo para el lector de hoy.
Sea atrevido y desenvuelto, esté sobrepasado o exhausto, al viajero sólo le queda el viaje. Está obligado a arreglárselas en situaciones de cambio constante, tiene que acercarse a personas para abastecerse de lo más necesario y también cae repetidamente en la vorágine de gente cuyas vidas lo dejan perplejo. El titubeante no tiene más remedio que transformarse en una persona activa, participativa: ha de afirmarse en el trozo de tierra en el que se halla. De todo ello da cuenta un narrador que también reflexiona sobre la quietud de los lugares pequeños, donde abundan el tiempo y el silencio, y donde uno deja de entender quién era en la metrópoli, «esas ciénagas del tiempo en las que la propia vida se fragmenta y yace irreconocible, como un puzle de inmenso tamaño que jamás llegará a ser capaz de montar», a la que sin embargo no puede evitar regresar una y otra vez.
Con este libro vagabundo, lírico y de talante soñador, Wolfgang Hermann le reza una hermosa oración al espíritu inagotable de la gran ciudad.