Pétalos de papel

No sabía cómo arreglar lo que se había roto. Así que, cuando él no dijo nada, simplemente eché a andar, con las cicatrices abiertas de nuevo y la certeza de que ni siquiera otros diez años serían capaces de cerrarlas.

La segunda era que no debía confiar en nadie. Incluso si ese alguien era mi propio hermano.

La primera de ellas era que la forma más fácil de ocultar algo importante era dejarlo a la vista de todos.

Lo primero que tienes que saber de esta historia es que la voy a olvidar. Por eso mismo he decidido contarla mientras todavía está en mi cabeza. Mientras aún puedo hacer que perdure un poco más, solo un poco más, porque me da demasiado miedo perderla. Perderme un poco a mí. O perderlo por completo a él.

A veces solo escribimos para eso, ¿verdad? Para recordar

La voz de Marcus sonó en aquel pasillo casi como un eco:

—Te quiero —dijo contra mis labios—. Y pase lo que pase, no me arrepiento de eso.

Yo no podía curar a Marcus, aquello lo sabía, pero podía intentar ayudarlo. Podía mantenerme cerca, podía demostrarle que no tenía nada que esconder. Y podía decirle, en un susurro:

—No fue culpa tuya.

Fue como si mis palabras chocaran contra un muro y, con la fuerza del golpe, lo rompiesen en mil pedazos. Vi las grietas extenderse. Y después simplemente se echó a llorar. Sus hombros temblaron. Dejó caer la cabeza, derrotado, cansado. No entiendo cómo había aguantado tanto. No entiendo cómo podía haber soportado tantos años de secretos junto al corazón. Pero en aquel momento, con ellos fuera, puestos sobre la alfombra junto a las cartas que habíamos estado investigando, se derrumbó.

encogió sobre sí mismo. Creo que pensó que me marcharía.

Cuando sintió mi mano en su mejilla, se tensó y me miró con los ojos morados llenos de lágrimas que hicieron que a mí se me cayeran las mías.

No podía verlo así. Tan indefenso. Tan roto. Se había quitado los guantes y, sin sus costuras para contenerlo todo, se deshacía delante de mí. Apretó los labios para acallar un sollozo y mis manos limpiaron de su rostro los asomos de aquel llanto. Le quería pedir que no llorase. O que lo hiciera sin miedo. Pero tampoco podía hablar, así que ni siquiera lo intenté. En su lugar, bajé mis dedos hacia su mano herida, llena de marcas de quemaduras, tirante y arrugada. Me dolió verla, no solo por aquellas cicatrices, sino por todo el daño que había debajo de ellas. Marcus Abberlain se dibujaba en aquel mapa de cicatrices.

Pero quizá preferirías que… no hubiese hecho nada —murmuré.

Te mojaste los labios. No pude evitar fijarme en cómo se acercaban después, tras dos segundos de duda. Sin palabras, te estiraste hacia mí hasta que me vi reflejado en tus pupilas y después, con mucho cuidado, presionaste tu boca contra la mía. Fue apenas una caricia, como lo había sido mi propio beso. Lo justo para recuperar el sabor de tu boca. Lo justo para que el corazón se me acelerase y volviese el cosquilleo a las puntas de mis dedos. Lo justo para que dejases tras de ti un estremecimiento y mi mente revolucionada.

No sé en qué momento se había acercado tanto, pero de pronto sus manos enguantadas estaban sobre mi rostro. Los ojos se me habían llenado de

lágrimas, así que vi el suyo emborronado. Aun así, recuerdo su expresión.

Recuerdo que estaba frustrado y triste y probablemente furioso también, aunque no conmigo, nunca conmigo. A pesar de que era mi culpa. Era mi culpa, mi culpa, mi culpa…

Lo único que consiguió acallar ese pensamiento fue su beso.

Hay momentos en los que no hay ninguna mentira que pueda convencer tanto como la verdad