En el zoológico, donde mi padre solía llevarme los domingos, advertí por primera vez la veracidad de los animales. Sonaban tal cual eran, o al menos como los narraba mi padre. Describía con detalle sus colores, si vestían plumas, pelos o escamas y cómo se movían, y me dejaba horas allí solito, escuchándolos. El rugir del tigre contenía sus franjas de sol. Los guacamayos declamaban su verde y su rojo histérico. El oso polar bramaba frondosidad y el rinoceronte su espesura de hule. Qué pena que mi madre descubriera las infidelidades domingueras de mi padre y se acabaran las visitas al zoológico.