K. apenas prestó atención a estas palabras, el derecho a disponer de sus cosas, que quizá tuviera todavía, era algo que no valoraba demasiado, le importaba mucho más hacerse una idea clara de su situación; pero en presencia de esta gente ni siquiera podía pensar; una y otra vez, la barriga del segundo guardián —solo podían ser guardianes— chocaba contra él literalmente con cordialidad, pero si alzaba la vista para mirarlo, entonces veía un rostro seco y huesudo, con una nariz robusta y torcida hacia un lado, que no pegaba nada con ese cuerpo grueso, y que, por encima de él, se entendía con el otro guardián.