Yo no sabía aún lo que es el amor, pero mi corazón latía intensamente. Dividido entre dos emociones distintas, me encontraba penetrado de un encanto inexplicable. Mi panetera era tan alegre, mi escanciadora tan comunicativa y tan dulce, que me habría gustado desayunar así por toda la eternidad. Desafortunadamente, todo tiene un final, incluso el apetito de un convaleciente. Una vez terminada la comida y con mis fuerzas recuperadas, satisfice la curiosidad de la pequeña urraca, y le conté todas mis desventuras con la misma sinceridad con la que lo hice la víspera ante el palomo mensajero. La urraca me escuchó con más atención de la que cabría esperar de ella y la tórtola me dio muestras encantadoras de su profunda sensibilidad. Pero, cuando llegué al punto capital que causaba mi dolor, es decir, a la ignorancia de quién era yo: