—Yadriel, demostraste un coraje y una fortaleza como ningún otro nahual desde hace miles de años. Te sacrificaste para salvar a tus amigos, a tu familia y, lo más revelador, a dos desconocidos. Pero algo así no solo se consigue con coraje y fortaleza: Nuestra Señora vio una grandeza en ti que yo no pude ver. Serás un gran nahualo y un gran hombre, y honramos el sacrificio que hiciste.
Yadriel no sabía qué decir. Estaba estupefacto, rojo como un tomate y tan abrumado que apartó la mirada. ¿Grandeza? ¿Sacrificio? Él no sabía nada de eso; lo único que había intentado era hacer lo correcto.
—También estamos profundamente agradecidos a Maritza —continuó Enrique, que centró su atención en ella—, pues también demostró una entereza increíble.
A diferencia de su primo, Maritza estaba perfectamente cómoda con los elogios y asintió con firmeza. Verla levantar el mentón con orgullo calmó los nervios de Yadriel.
—Sanar a Yadriel fue otro gran acto de amor y fortaleza. Estoy convencido de que veremos grandes cosas de ustedes dos. —Enrique se dirigió a los cuatro jóvenes y añadió—: De todos ustedes.
—Ni se lo imagina —le susurró Maritza a su primo con un guiño, y él le devolvió la sonrisa.
Conociéndola, Yadriel estaba seguro de que aprovecharía cada oportunidad que tuviera para recordarle que le debía la vida, pero no le importaba.