Desde pequeña me gustó el color azul, incluso llamaba a los damascos, los azules. Todo era azul para mí. A mi madre, -que me comprendía-, no le llamaba la atención que su pequeña y única hija fuera así. Suficiente sorpresa tuvo cuando aprendí a leer, mágicamente, juntando las letras de un periódico, sola, y, posteriormente, le escribiera una poesía, sin practicamente haber leído alguna aún.
Así crecí, persiguiendo mariposas azules, nubes azules, vestidos azules, libros azules, sobre todo; libros. Me conmovían los niños de una «población callampa» que acudían a solicitar comida a mi barrio ñuñoíno, entonces yo les regalaba mis azules zapatos y les escribía poemas.
Esa niña creció, cambió, amó, estudió mucho, y aunque al parecer la humanidad seguía siendo azul, -kalfü, en idioma mapuche-, vinieron largos años de oscuridad y el azul intentó desaparecer, ocultarse, pero siempre volvían versos azules a mi encuentro, a mi alma, a mi esencia.
Estos poemas pertenecen a una época de luzy sombra, en los que la esencia de mi ser derrotaro la adversidad y un cielo, y sus azules prados, cubrieron, para siempre, mi existencia y mi creación.