Y, mientras a ellos el Presidente los quería y los cuidaba y les daba trabajo y los dejaba hablar y festejar la muerte de Franco y lamentarse por sus revoluciones perdidas, y los dejaba imaginar que algún día regresarían y terminarían lo que habían dejado a medio hacer, aquí —pensaba Galo— ese mismo hombre mataba, secuestraba y desaparecía a todos los que querían hacer lo mismo. Y por eso recordó en ese momento a Leonardo, y aunque habían pasado siete años desde que lo había visto gritar y llorar y sangrar hasta que lo metieron en un auto, todavía recordaba muy bien que aquella tarde la calle Ámsterdam parecía desierta. ¿Por qué Morlans o Garfias o el rabino Cann o el señor Lindberg, no habían salido de sus casas a intentar hacer algo cuando vieron que siete hombres se llevaban a Leonardo? ¿Por qué habían soportado eso escondidos detrás de las ventanas de sus casas después de todo lo que les había pasado?
¿Y la revolución que había comenzado un veinte de noviembre había sido La Revolución? ¿Y si ésa había fracasado y la de su único amigo también, y la de los españoles y guatemaltecos y chilenos, entonces era realmente posible que alguna triunfara?
Todo eso pensó Galo el día que murió el hombre que había mandado a vivir a México a Garfias, a Santibáñez, a Morlans y a tantos otros.
Y con esas dudas, sin saber si los sentimientos se hacían de recuerdos o de olvidos