—¡Oh, Dios! Alaska, te amo. Te amo.
El Coronel susurró:
—Lo siento tanto, Gordo. Yo sé que la amabas.
Y yo contesté:
—No, no en tiempo pasado.
Ya ni siquiera era una persona, sólo carne en putrefacción, pero yo amaba su tiempo presente. El Coronel se arrodilló junto a mí, acercó sus labios al ataúd y susurró:
—Lo siento, Alaska. Te merecías un mejor amigo.