Immanuel Kant ejecutado por De Quincey; la muerte de Hobbes en manos de John Aubrey; el final de Hume, obra de Lytton Strachery, quien también se ocupa del mismo Aubrey, para convertirlo póstumamente a la filosofía.
La muerte de los filósofos suele tomarse más en serio que la mayoría de los mortales, tal vez porque otras muertes —la de los escritores, por ejemplo— resultan débiles en relación con lo que se extingue cuando un filósofo muere. La idea —no otra cosa— de esa consumación asiste a las exequias de quienes tuvieron más ideas que cualquiera sobre del ejercicio del fin (o tal vez unas pocas, a las que dieron una forma precisa); y los escritores quedan para darle sentido al relato de quienes las pensaron y portaron, vivieron con ellas y, en el curso de este, efectiva e inexorablemente, murieron.
Tanto si los escritores son los expertos (los más aptos para contar, pues es lo que saben hacer), o siquiera porque se les ha asignado la misión casi con desdén (por insuficiencia de filósofos que puedan arreglarse de manera idónea con el obituario), el material de lectura de esta breve antología pertenece a los escritores.