«El alma ama la variedad; pero, ya lo hemos dicho, tan sólo la ama porque está hecha para conocer y para ver: por tanto es preciso que pueda ver, y que la variedad se lo permita; vale decir: es preciso que una cosa sea lo bastante simple para ser percibida y lo bastante variada para ser percibida con placer.»
En este pequeño tratado sobre el gusto –escrito en 1717 y destinado a un curso académico–, la exigencia de armonía y de simetría no emana sólo de una razón teórica ávida de introducir el orden por todas partes: a través de ese orden mismo, se produce una expansión del horizonte. El ojo contempla así un reino invisible a plena luz, un espectáculo en el cual nada puede permanecer oculto.